Como estudiante de medicina, uno de los momentos más emocionantes llega con las prácticas. Hacía pocos años que en mi Facultad se había abierto la vía a la formación en Medicina de Familia Rural. Un primer estudiante de la Universidad desde que existía el grado que realizaba una rotación rural, con todas las dificultades organizativas y burocráticas que le supuso. Cuando llego el momento de elegir rotaciones ya tenía en mente que mi futuro podía pasar por un Centro de Salud. Llamaba la atención la longitudinalidad en la atención, la integración de todos los aspectos de la vida humana, de las personas, así como la dedicación a la comunidad. Entonces, me tocó rotar por un pequeño pueblo de la provincia.
Descubrí una consulta abierta a la calle, que tenía los brazos abiertos hacia la confianza y generaba más lazos entre profesional y persona. Aprendí una medicina cocida a fuego lento, con tiempo, llena de humanidad y de profesionales con una capacidad de escucha y empatía enormes. Una medicina en relación con el farmacéutico del pueblo, que conoce las redes del barrio, cercana a los avisos domiciliarios, que da importancia al trabajo en equipo. Descubrí valores necesarios en el grado; pausa, atención, escucha, compromiso, cercanía, mirada abierta y estima a las personas por ser personas.