Dar a conocer la impresión sobre la pérdida de presencialidad durante la pandemia.

A consecuencia de la pandemia de la COVID-19 la atención telefónica ha sustituido en gran parte a la atención presencial. Esto nos ha tenido su parte positiva, al poder seguir atendiendo la población de nuestro barrio, pero también ha tenido sus limitaciones. Al principio los motivos de consulta de las visitas presenciales estaban muy filtrados: problemas dermatológicos, necesidad de exploración física, barrera idiomática, etc. Y en algunas de estas, la mayoría con visitas telefónicas previas, nos llamó la atención un hecho curioso. Al hacer una pregunta genérica durante la visita, como por ejemplo, “¿cómo estás, cómo va todo?”, “¿hay algo más que nos quieras comentar?” salían a la luz malestares no comentados previamente. Ejemplos de reacciones fueron: llanto espontáneo relacionado con situación económica propia o de la familia, duelo migratorio por separación forzada de hijo, malestar por el confinamiento, miedo intensos o fobia al COVID-19. Aquí nos surgió la duda: si no hubiéramos hecho estas visitas presenciales por otro motivo, ¿realmente estos pacientes hubieran consultado por estos malestares? Con lo cual, ¿seríamos conscientes de aspectos psicosociales imprescindibles para una buena atención?

Nos planteamos si el hecho de perder la presencialidad, a pesar de mantener el contacto con nuestros pacientes, ha hecho perder la visión global y las impresiones clínicas no tangibles de nuestra asistencia.

La combinación de asistencia presencial y no presencial ha venido para quedarse, y a pesar de tener beneficios, nos tienen que servir este tipo de experiencias para no perder el norte de lo que implica la atención primaria: atención a la familia, a la comunidad, longitudinal, universal y accesible.